Cuando la mala suerte entra a escena:
Cábalas y supersticiones del mundo del espectáculo
Silbar cerca de un escenario, vestirse de amarillo o nombrar a “la que se arrastra” es, para los actores, sinónimo de mala fortuna. Como toda leyenda urbana, los mitos de los artistas esconden motivos racionales detrás de sus explicaciones “sobrenaturales”. Por Diego Mancusi.
La última obra de Molière, destacado dramaturgo, actor y director francés del siglo XVII, se llamó “El enfermo imaginario”. El autor se reservó para sí mismo el papel principal, ya que de hecho estaba enfermo: lo aquejaba una avanzada tuberculosis. En la cuarta representación de la obra, el 17 de febrero de 1673, Moliere sufrió un terrible ataque de tos. Tan fuerte tosió que se le rompió una vena y su traje amarillo se manchó de sangre. Perdió el conocimiento sobre el escenario y murió unas horas después. Aquel infausto episodio cambió la historia del teatro, y no sólo por la pérdida de tan excelso comediante: a partir de ese momento, vestirse de amarillo en escena pasó a ser sinónimo de mala suerte.
El mundo del espectáculo tiene sus propias reglas en cuanto a la buena y la mala fortuna. Algunas tienen su origen en un hecho concreto (como la del pobre Molière); otras son simples caprichos de la historia con tufillo a leyenda urbana. Sin embargo, quienquiera que participe del show business deberá cumplirlas a rajatabla, bajo riesgo de “excomunión artística”.
Paradójicamente, en el teatro (y luego por extensión a cualquier rubro del espectáculo), desear suerte –dicen– da mala suerte. En vez de eso se debe recurrir al conocido merde, cuestión que también tiene su explicación racional: cuando esta costumbre fue forjada, épocas en las que el caballo era el medio de locomoción por excelencia, tener mucho excremento en la puerta del teatro representaba tener la sala llena con los propietarios de esos animales.
Para ganarse la antipatía de un artista nada mejor que mencionar la palabra “víbora” antes, durante o después de una función, en el set de una película o en un programa de televisión. La identificación bíblica de este reptil con la maldad le ha valido el rechazo de la comunidad artística. Para referirse a ella se recurrirá a sinónimos como “bicha” o “la que se arrastra”, o directamente –por si acaso– se evitará el tema.
No importa cuán admirador sea de una actriz: jamás le regale claveles. La superstición que le atribuye mala fortuna a esas flores viene del siglo XIX, cuando los teatros contrataban en forma directa los actores por toda la temporada. Si el director de la sala quería decirle a la actriz que su contrato sería renovado, le enviaba rosas. En cambio, si eran claveles lo que le mandaba, significaba que la artista pasaba a partir de ese momento a integrar la nómina de desocupados.
Silbar en las cercanías del escenario tampoco lo hará popular entre actores. El origen, una vez más, es mucho más mundano de lo que parece: resulta que en los tiempos en los que no existían handies para indicarle a los técnicos cuando debían abrir el telón, mover elementos de la escenografía o hacer algún tipo de precario efecto especial, se utilizaban silbidos. De tal manera, si alguien silbaba, los técnicos podían considerarlo una orden y cumplir con su trabajo, pero fuera de tiempo, con el consecuente perjuicio para la obra.
Otro mandamiento que viene del teatro y se extendió al resto de la industria del entretenimiento dice que “jamás tejerás en escena”. ¿La razón? Sentido común puro: las puntiagudas agujas pueden desgarrar disfraces o caer al suelo y provocar caídas.
En cuanto al vestuario, es considerado de mala suerte tener dos o más trajes iguales y utilizarlos alternativamente: se debe empezar y terminar la temporada con el mismo. Según el Diccionario de Mitos y Leyendas, la actriz Iris Marga recordaba en una entrevista: “Representábamos una obra en la que yo era una paisanita. Para estar siempre almidonada, con los volados tiesos, me hice hacer dos trajes iguales. Cuando Carcavallo, el empresario, se enteró, tuvimos un disgusto tan grande que marcó mi alejamiento del elenco”.
Incluso hay obras consideradas “malditas”, entre ellas El Señor de Pigmalión, Robin Hood y –muy especialmente– Macbeth. En relación a esta última, no sólo es un desafío interpretarla: con sólo nombrarla en las inmediaciones de un teatro alcanza para invocar a mala fortuna (se la debe llamar “la obra escocesa” o “la obra del Bardo”, por su autor William Shakespeare). Las leyendas urbanas con respecto a Macbeth son innumerables: se dice que ya en su primera representación Shakespeare tuvo que hacer el papel principal femenino porque el muchacho elegido para ese rol se enfermó súbitamente y murió. La historia enumera teatros incendiados, actores pasados a mejor vida en medio del escenario y todo tipo de calamidades alrededor de Macbeth, algunas comprobadas, otras no tanto.
Como todo mito, tiene una explicación “sobrenatural” y otra concreta y realista. La primera está relacionada con una canción que forma parte de la obra, en la cual unas brujas, en la ficción, invocan a espíritus malignos. El cuento es que el ritual supuestamente funcionaría en la realidad y las almas en pena harían su aparición en cada función, dispuestas a arruinarlo todo. Pero alejándonos del plano místico, hay una razón por demás profana para el miedo de los actores a “la obra escocesa”. En épocas contemporáneas a su autor, las compañías que hacia el final de la temporada no hubiesen tenido éxito en la taquilla, debían recuperarse “de apuro” interpretando una obra popular que en la mayoría de los casos era, justamente, Macbeth. Por lo tanto, esta obra era vista por la compañía como “la última oportunidad”: si fallaban, serían despedidos. De ahí que siglos después los actores sigan mirándola de reojo y atribuyéndole nefastos “poderes mágicos”.